La partida

Ambos terminarían por contar, cada uno a su manera, que se habían amado mucho. Tras las primeras conversaciones por teléfono comenzaron a intimar. Sin saber por qué ella pensaba a menudo en su padre.

Huérfana desde niña, recordaba muy pocas cosas del padre, que era español y que jugaba al ajedrez de memoria con un compañero del servicio militar durante los eternos desfiles de la Victoria. Partidas sin tablero, ni piezas, ni reloj… -“Apertura italiana, inglesa con Defensa siciliana.” -, que fuera cual fuera la variante terminaban siempre igual.

Él tenía nombre de ángel, como todos los hombres que ella había amado menos uno. Se conocieron en un cruce de expedientes Madrid/Roma – que tácitamente decidieron no resolver- algunos meses antes de que él se casara con una bella mujer con la que había jugado al escondite desde la infancia.

Cuando él descubrió que vivía pendiente de aquellas llamadas, viajó a la casa familiar de todos los veranos en un lugar próximo a la frontera, y anduvo haciendo eses por el borde una semana. Finalmente compró un billete para Fiumicino, y hablaron mucho del encuentro y de los días que compartirían. Ella preparó la casa, compró velas aromáticas y planchó las sábanas como corresponde a un amor que comienza.

La víspera del viaje él llamó para decirle que no se atrevía, y que regresaba a Madrid. Pese a todo, ella se vistió como si fuera recibirlo. Aquella noche al volver a su apartamento pensó:¿jugará al ajedrez?: Apertura española – murmuró recordando a su padre- …y tablas.

Publicado en La mancha literaria, nº 16, 2009.