Del otro lado

        Sucede de repente, sin que nada haya cambiado en apariencia. Una mañana te despiertas del otro lado. Es como si ese natural proceso de acumular se invirtiera y, a medida que se avanza hacia el final, hubiéramos de perderlo todo poco a poco, al tiempo que las fuerzas o la memoria nos abandonan; quedarnos con un par de recuerdos, el cuerpo devastado y sólo el aire necesario para respirar. Una forma de despedida, de ir acostumbrándose a ser cada vez más uno desnudo y luego nada.
Aquella mañana, no sé exactamente cuánto tiempo hace, aún vivía en casa, llamé a mi hija pequeña por teléfono para invitarla a comer. Pese a que insistió, no quise adelantarle el motivo de nuestro encuentro. Antes de salir cogí el Stetson gris olvidado en la parte superior del armario. La costumbre me llevó frente a la pared donde habían estado la cómoda de nogal y el espejo. Tuve que conformarme con el del recibidor. En el desangelado vestíbulo de mi casa de viudo reciente recobré de forma maquinal un antiguo gesto: apenas pasar los dedos por el borde del ala del sombrero y estirar después el cuello acomodando la corbata. Un rosario de ademanes repetidos miles de veces, muchos de los cuales han perdido la consciencia y comienzan a perder el contexto.
No me acostumbraba a extender la mano para dejar o tocar y no hallar los muebles que, en los últimos tiempos, había ido repartiendo entre los hijos. Más que apego debía ser hábito. En el asilo yo prefiero llamarlo el asilo, a pesar de lo que cuesta mantenerme aquí —no permiten conservar más que unos pocos objetos personales y algunos cuadros—. Al fin y al cabo, importa poco cuando se está del otro lado. Yo acababa de descubrirlo.
La perspectiva de la mudanza no me entristecía. Prefiero esta opción al bullicio de los nietos y a compartir otras costumbres. Cerré la puerta con sus tres llaves y me dispuse a iniciar un trayecto que había realizado por última vez quince años antes, el día de mi jubilación. Pretendía recuperar un pequeño tubo metálico, de aquellos de optalidones, que había ocultado en un viejo muro de piedra de las afueras de la ciudad. Aún me quedaban dos horas antes de encontrarme con mi hija. Tiempo suficiente para decidir qué le diría al entregárselo.

        Me miró sorprendida al verme entrar en el restaurante. “Te queda muy bien”, dijo. Muy poca gente usa ya sombrero en esta ciudad, en este país que se me escapa; incluso yo dejé de hacerlo durante casi treinta años años. Ahora me lo pongo cuando salgo a comer con la familia, o al Centro de Salud. Fue esta prenda quien provocó y zanjó el viaje más importante de mi vida.
El sinsombrerismo de finales de los veinte terminó con algo más que con la razonable fortuna familiar: acabó con mis posibilidades de elección cuando apenas comenzaban a vislumbrarse.
“¿Sabías que mi padre tenía una fábrica de sombreros en La Habana?”. Pedimos el aperitivo. Nunca me pregunté por qué, quizás porque mi abuelo la había tenido antes. Mi curiosidad no llegaba más atrás. La de mi hija tampoco. Parecía indecisa. Yo no lo dudé: cordero. Tener una fábrica de sombreros en América era para mí tan natural como poseer la tierra, los árboles o las cuadras de la granja asturiana en la que nací precediendo a ocho hermanos.
Había oído hablar en muchas ocasiones de aquel negocio, casi siempre con preocupación; pero hasta que cumplí dieciséis años no supe que los ingresos de la sombrerería habían ido disminuyendo desde el regreso de mi padre a España. Las explicaciones del administrador no parecían convincentes y mi padre, que se había casado mayor, no se sentía con fuerzas para emprender un viaje. Yo lo hice en su lugar. De la travesía guardo pocos recuerdos, que el mar estuvo especialmente malo, sobre todo a medida que nos acercábamos, y que las condiciones de los pasajeros, no la mía, eran precarias. Una mezcla de angustia y esperanza, de incertidumbre y desamparo difíciles de describir. Mi estancia en La Habana fue breve. Me llamaba más la atención el mundo que se desplegaba ante mis ojos, lejos de la mirada de mi padre y de los reproches de mi madre, que las cuentas y explicaciones que me ofrecían. No encontré nada irregular en los libros, seguramente porque la irregularidad se hallaba fuera de ellos, pero entonces no se me ocurrió.
Escribí a casa y, sin esperar respuesta, me embarqué hacia Buenos Aires con un muchacho que había conocido en el bar del hotel. No tardaría en descubrir que de la mayoría de lo que me había contado sólo la mitad de la mitad era cierta y de algunas cosas nada. Encontré trabajo como secretario en una estancia relativamente cercana a la capital; y allí, con un viejo patrón más deseoso de hallar un oyente atento que un contable eficaz, cumplí 18 años. Me dejé un bigote fino y comencé una vida de conquistador de fin de semana que a ambos nos producía grandes satisfacciones. Yo seguía sus consejos y él esperaba ansioso mis regresos de la ciudad para escuchar historias que yo adornaba con encuentros milagrosos y noches inolvidables. Es cierto que tenía éxito, pero casi nunca con el tipo de mujeres que solía describirle. A veces, pasado el tiempo, tengo que hacer un esfuerzo porque recuerdo con más nitidez aquellos relatos que las vivencias que terminaron con mis huesos en una consulta médica de la calle Suipacha.
Primero fue la sorpresa y luego un temblor que se apoderaba de mis piernas a medida que el interrogatorio, no podría calificarlo de otro modo, avanzaba. Me miraba fijamente desde el otro lado de la mesa de despacho, con aquellos ojos oscuros y penetrantes; vestida con una bata blanca, tan seria, tan desenvuelta. Lo había recordado muchas veces del mismo modo y así había decidido contárselo a mi hija aquel mediodía. Estuve a punto de salir corriendo, pero mis escasas fuerzas no me lo permitieron.
La doctora San Román era morena, no demasiado alta y con el cuerpo proporcionado. Nunca hasta entonces me había encontrado con una mujer como aquella más que en las aventuras que le contaba al patrón; eso lo hacía peor. Era extraña, no sólo por lo inhabitual de su profesión entonces sino por su manera de conducirse, de abordarme, de dominar o entregarse.
Sonrío al recordarlo. Me sucedió cuando iba en busca del muro de piedra, con la sensación de estar a punto de cerrar otra puerta, y frente a mi hija, mientras terminaba el bacalao y me hablaba de sus proyectos. También ahora. Siempre quise creer que fue mi respuesta a sus preguntas lo que la conquistó, y que en su curiosidad había, desde el principio, cierto interés no profesional. Pero más que en la larga lista de mis proezas amatorias, el origen de nuestra relación estaba en su soledad: Una viuda de 28 años tenía pocas posibilidades de vivir según su gusto, incluso en la ciudad más cosmopolita del mundo, sin pasarse al otro lado de la línea de la respetabilidad.
El recuerdo de mis encuentros con aquella mujer continúa animándome al borde de la ceguera. Su memoria ha sobrevivido a las del miedo, la persecución y la muerte que me acompañarían a lo largo de todo el siglo.
Fueron meses intensos en los que yo la abrumaba con proposiciones matrimoniales y ella respondía con aquella risa loca o la insalvable barrera de nuestros diez años de diferencia. “El tiempo siempre jugará en mi contra, nunca seré tan joven como ahora —solía decir, como si no fuera algo evidente— y tu irás descumpliendo en gustos a medida que crezcas”…
Vivía sin querer pensar, sólo sentir, o por lo menos, eso es lo que compartía. Eso y su seguridad. Cuando recibí la carta de mi padre, la única desde mi llegada, fue ella la que compró el billete y me convenció para que volviera a La Habana. “¡Ya verás! Será poco tiempo”, me dijo. Llegué a creerla, como siempre; por eso no me preocupó el adiós ni me emocioné, como ahora lo hago, al verla menguar con en el embarcadero.
En Cuba, tras confirmar la desaparición del administrador, tuve que malvender la fábrica para pagar las deudas a proveedores y empleados. Mi padre no llegó a enterarse. Murió de un ataque al corazón antes de recibir la noticia. Fue entonces cuando perdí el control sobre mi vida, una capacidad de decidir que sólo recuperé al firmar la solicitud de ingreso en este asilo.
No tuve más remedio que regresar junto a la familia. Me ocupé de la finca, de que mis hermanas estudiaran por si se quedaban solteras. Me planteaba muy pocas cosas, las oportunidades eran escasas y había que aprovecharlas. Así, sin saber muy bien cómo, entré de administrativo en el ejército. Después pasé la Guerra Civil oculto en un escondrijo oscuro. Dos largos años reconstruyendo cada encuentro, cada calle, cada olor, cada centímetro del cuerpo de una mujer como única posibilidad de eludir el miedo. Después sólo las pesadillas me acompañarían en el ascenso. La guerra, como un día la muerte de mi padre, lo había trastocado todo. Deseaba, luz, una cama con sábanas muy blancas, un destino apacible que me permitiera sobrevivir al sol. Recorrí varias ciudades de Andalucía y terminé casándome con la hija de un general que me convertiría en padre de familia numerosa.
Hasta que recibí su carta a finales de los años cuarenta, el recuerdo de aquella mujer, asimilado al del encierro, regresaba siempre en sueños. Nunca llegué a saber cómo había logrado localizarme después de tantos cambios de residencia. Decía que había comprado una finca y me pedía que regresara para hacerme cargo de su explotación. Tras darle muchas vueltas, le escribí diciendo que me había casado. Su respuesta sólo traía una frase: “que venga ella también”.
Durante mucho tiempo me negué a reconocerlo pero siempre mantuve la remota posibilidad de escapar. Era esa última tabla a la que agarrarse en la monotonía del trabajo, en el discurrir de una vida familiar tan razonablemente feliz. Un quizás que se esfumó gracias a mi propia torpeza cuando no resistí la tentación de preguntar por ella a unos conocidos que viajaban a Argentina en 1955. Pese a las escasas posibilidades de éxito, volvieron con una noticia: La doctora San Román se había retirado hacía algunos años, tras casarse con un ingeniero que la había llevado a vivir al Matto Grosso. Hubiera preferido no saberlo, continuar creyendo que seguía allí.

        Mis hijos crecieron y con ellos los problemas. Nunca llegué a ver a mi mujer desnuda y el pelo se me fue volviendo gris tras una mesa de despacho donde revisaba informes repletos de faltas de ortografía. Si tuve algún escarceo lo he olvidado; ya lo había olvidado aquella mañana, antes de acudir a almorzar con mi hija mientras me asombraba de cuanto había crecido la ciudad y la memoria me era más fiel; aunque tal vez menos sincera.
El 15 de febrero de 1974, eso si lo recuerdo con toda claridad, hacía frío, demasiado frío para que se le ocurriera nevar; la noche anterior había helado y el cielo estaba plomizo. Al llegar al cuartel encontré un voluminoso sobre en mi mesa. Había sido revisado y venía abierto. La sorpresa no sofocó mi posterior enfado. Me parecía muy bien que se tomaran precauciones contra la oleada de atentados terroristas pero, por muy sin remite que viniera, a quién se le iba a ocurrir mandar un paquete bomba desde Mar del Plata. Era un libro. En la página de respeto una mano ligeramente temblorosa había escrito un poema que nada tenía que ver con el texto. Versos que ella solía recitar. Sólo los tiempos verbales no coincidían.
Durante muchos meses guardé el libro bajo llave en mi despacho mientras trataba de localizarla en vano. Cuando en 1975 me llegó el retiro no me atreví a llevarlo a casa junto al resto de mis cosas; así que, el mismo día que dejé el ejercito corté la página que contenía el poema y la introduje en un tubo de optalidones que llevaba en el bolsillo de mi chaqueta. Después de despedirme de mis compañeros volví a casa a pie, tras ocultar el tubo en un viejo muro de las afueras.

        “En 1927 hice un viaje a La Habana por culpa de estos sombreros que ya no usa nadie”, dije señalando el Stetson que reposaba en la silla de al lado. Le hablé de la fábrica, del administrador, del sinsombrerismo, del Crack del 29… “Durante aquel viaje conocí a una mujer muy especial”, añadí finalmente dejando la servilleta sobre el mantel.
Mi hija pidió la cuenta y me miró con una sonrisa. “Creo que acerté poniéndote su nombre. Este libro fue un regalo suyo —concluí no sin cierta emoción—. Quiero que lo tengas tú”. Lo abrió; después pasó el dedo por el borde de la pagina ausente. Le agradecí su falta de curiosidad. Aunque no pensara contarle que sobre las ruinas de aquel muro, a mi entender románico, habían construido un hipermercado.
Hace mucho tiempo que sólo tengo palabras para ella, recuerdos para ella, para el guiño de los letreros de neón que, como en el cine negro, iluminaban un cuarto en una calle oscura de Buenos Aires, donde una mujer infinitamente deseada seguía haciéndome el hombre más feliz del mundo. Una mujer que me escribe, y se me escapa, que paga la cuenta de un restaurante y sonríe y viaja en taxi por la ciudad y entra en un asilo. Una mujer pequeña y morena que lleva el nombre que más me gusta. Parpadeo. El tiempo es ahora, desde este lado, como casi todo, cada vez menos importante, más vulnerable. Ella continúa sonriendo. Le dijeron que la había estado llamando en sueños durante la recaída. Los dos sabemos que no es del todo cierto. Sea como sea me alegra verla, siempre ha sido, aunque esté mal reconocerlo, mi hija favorita, más aún desde que compartimos el único recuerdo que he decidido conservar.