Misión Circular*

Doble o nada - portada

Doble o nada. Huerga y Fierro Editores, Madrid, 2010.

A Mariana Matthews, que me habló de “Juan y la Virgen”,
A Juan Alarcón, SJ

Remen, remen, indios de mierda… desde que abandonamos la isla nadie ha abierto la boca; pese a ello, y a que la barca atraviesa mansamente el canal, me parece escuchar una y otra vez, sobre el rítmico batir de las palas contra el agua, las últimas palabras que pronunció mi abuelo poco antes de desaparecer para siempre: Remen, remen indios de mierda.
Esta es una historia que comienza y termina con una frase, sobre la misma embarcación y unas aguas que desconocía hace un mes. Entonces las luces danzaron como luciérnagas gigantes en la oscuridad hasta crear un rectángulo perfecto en el que aterrizó la avioneta. Aquella improvisada pista de color azogue al borde del mar, me pareció un espejo enmarcado del revés por los focos de los coches de la isla grande; un espejo que tuve la sensación de atravesar. A partir de ese momento todo resultaría extraordinario, como si el nombre de los lugares, la inconsistencia del tiempo, la persistente obsesión de mis manos por herirse con cualquier cosa se hubieran combinado para guiarme hasta aquí.

Pese a que se trataba de mi primera Misión Circular como parte de un equipo de restauración y registro patrimonial, descubrí muy pronto lo inútil del calendario. El pésimo estado de la mayoría de las tallas nos entretenía una y otra vez; y es que, hasta las ropas de aquellas imágenes de madera policromada – algunas del s. XVII – que había visto por primera vez en las fotografías de Mariana Matthews, se deshacían al tocarlas. El tiempo, el salitre y los golpes que algunos santos recibían cuando los sacaban en procesión de isla en isla, compitiendo los remeros de unas dalcas con otras, nos retuvieron dos días más en Chuit, tres en Talcán… Bodas, bautizos, liturgias en las Islas Desertores, tras los pasos de los antiguos jesuitas, que hacía más de trecientos años habían instituido la Misión Circular y recorrían en ocho meses cuatro mil kilómetros en piragua o a pie. Celebraciones y asombro y, sobre todo ello, un rastro de sombra, el de la extraña muerte de mi abuelo materno, que había sido maestro en el archipiélago cincuenta años atrás.

Aunque las condiciones de vida en muchas de las islas resultaban difíciles, me adapté bien a lo poco variado de la comida, a la escasez de leña, incluso de agua para el aseo. Y habría concluido la Misión de otro modo, de no haber sido por culpa de mis manos. Al principio no le di importancia a los pequeños accidentes, cortes y rasguños que se sucedían con una curiosa insistencia; me consolaba pensando que las mujeres de mi familia siempre fuimos de manos delicadas. Sobre un corte sin importancia insistió una astilla centenaria, y después llegó la fiebre y la decisión de mi traslado.

Embarqué rumbo a la isla grande de Chiloé junto al padre Matías, que había sido llamado de urgencia por el Obispo de Ancud, y le mentí cuando a mitad del trayecto me preguntó cómo me encontraba y si me sentía con fuerzas para hacer un alto en el camino. Serían solo unas horas de escala en una de las islas – no recuerdo que pronunciara su nombre-. Me contó que debía atender una curiosa petición: el empeño de un niño de nueve años por convertirse en patrón de una imagen que llevaba décadas abandonada. Sus explicaciones de entones se mezclaron en mi cabeza con detalles que ya conocía sobre la dignidad de los fiscales y los patrones; por eso, solían ser los más ancianos quienes ostentaban estos cargos, y a ellos debían obedecer cuantos pertenecieran a esa iglesia o a ese altar. Si la petición resultaba de por sí extraordinaria, más lo era que su abuela, y algunas mujeres del pueblo la apoyaran.

Mis palabras lograron engañarle, pero no infundirme ánimo para acompañarle. Le dije que lo esperaría descansando en la iglesia. Amanecía cuando desembarcamos. A medida que pasaban las horas mi estado fue empeorando. Noté que ardía. Dormitaba a ratos. La mano me latía con fuerza bajo las vendas. Temblaba y tenía sed. La puerta abierta dejaba pasar la luz del mediodía, deslumbrante en la penumbra, como si negara su condición austral. Algunas siluetas se recortaban a veces en el umbral y desde una plaza, que recordaba vacía, llegaba un rumor de voces. Atravesé el pórtico de madera, y cegada por la claridad avancé unos pasos. Después todo sucedió al tiempo, la debilidad de mis piernas, un silencio estremecedor y, tras él, un nuevo murmullo, esta vez como de zumbar de abejas…
Cuando abrí los ojos me había desdoblado, estaba en el interior del templo tumbada sobre el entablado del suelo y, sin embargo, levitaba con ambas manos vendadas sobre el pecho y una túnica blanca y azul que no me resultaba extraña. Desde lo alto mi propio rostro me miraba impasible. Después, entre las compresas de agua fría y el ir y venir de las mujeres, me pareció escuchar los jirones de una historia, la de un maestro que había traído al pueblo una virgen de Lourdes, obra de un escultor español que había tomado como modelo un retrato de su madre.
La mujer pelaba manzanas en el centro de una casa de cinc, junto a un fuego que había ahumado año tras año el plateado de las paredes… - Era, sí, la voz del padre Matías- me dijo que el muchacho, “cabro” lo llamó, estaba en la playa reparando una vieja dalca para tener una embarcación que ofrecer a la virgen. Y cuando le aseguré que no podía esperar, sacó del bolsillo del delantal un celular, ¡un celular!….El maestro se estrenaba como patrono llevando en su barca a la virgen de Lourdes. Remen, remen, indios de mierda, gritaba sin dejar de gesticular; cuando trató de apoderarse de uno de los remos la barca zozobró y la imagen vino a caer sobre su cabeza; las manos se le quebraron contra la borda, y el patrón cayó al agua… Y ya ve, padrecito, ninguno de ellos, ni el maestro, ni los indios de mierda, sabía nadar.

Manchester, 2009

 

* En el siglo XVII los jesuitas establecieron un sistema llamado Misión Circular que les permitía atender a los fieles de las inumerables y dispersas comunidades de Chiloé, en el sur de Chile. Recorrían durante ocho meses miles de kilómetros, de isla en isla y de pueblo en pueblo, pasando en cada uno de ellos poco más de dos días. El resto del año una figura conocida como el “fiscal” se ocupaba de los asuntos religiosos. Esta práctica ha pervivido hasta la actualidad, y desde 2001 cierra la programación de las Jornadas Patrimoniales que se celebran en Achao.

Publicado en Doble o nada, 2010